Somos el tiempo que nos une y el dolor que nos separa. Porque
nos hacemos junto con el otro, desde la dedicación del compartir nuestra
presencia. Eso que regalamos para con los demás, a su vez siendo un regalo para
nosotros mismos. Nos construimos desde lo que compartimos, y el modo en que lo
hacemos determina la intensidad con la que permeabiliza ello en los demás y en
nosotros mismos en si. No obstante, es tan relativo el paso del tiempo: ¿cómo
de rápido pasa?, ¿cuál es el valor que otorgamos al mismo?, son preguntas
determinantes a la hora de contemplar-nos en la dedicación ya no solo para uno
mismo, sino para con los demás.
Entre ese discurrir a lo largo de la vida, pese al compartir
el paso del tiempo, de igual modo nos entrelazamos con nuestras diferencias que
estas deben tejernos, construirnos y complementarnos, haciendo de ellas
oportunidades de aprendizajes.
¿Cuál es el “precio” de ser uno mismo, dejando de lado lo que
otros quisieran que uno sea?. ¿Quién soy yo? ¿Quién quieren que yo sea?. Ante
estas cuestiones se deshojan las presiones de los grupos mayoritarios, la
hegemonía, las fuerzas imperantes, lo que la sociedad espera de nosotros e
incluso lo que nosotros esperamos ser ante lo que la mayoría quiere ser.
Aquello que nos diferencia, a su vez es aquello que nos enriquece, dando
complementariedad a nuestras vidas, otorgando de valor a la diversidad,
potenciando la construcción del “yo” como sujeto en sociedad. Existen fuerzas
intangibles que oprimen nuestro “poder ser” como lo son la economía, las
políticas, las tendencias sociales, las pertenencias grupales y sus finalidades
que le dan consistencia.